Veo un avión estrellado, unos pilotos cuyos cadáveres quizá aún no hayan sido identificados, y gente clamando, exigiendo, atemorizada, aterrada ante algo que quizá, era sólo una mala jugada del destino; algo que tenía que pasar porque de lo contrario la estadística sería tán útil y fiable como el horóscopo del periódico.
Gente indignada porque un avión que sufrió una avería ya reparada no debía haber intentado despegar. En un avión revisado infinitas veces por personal altamente cualificado, supervisado por unos pilotos experimentados y a los que no les apetecía morir ese día, ni el siguiente, ni ninguno dentro de un avión.
Personas que cancelan sus inminentes vuelos al conocer la desgracia. Conversaciones de peluquería donde se despotrica contra todo y todos. «Menuda vergüenza de protocolos de seguridad». «Es que esto se veía venir y les da igual que haya muerto tanta gente».
Y no puedo evitar preguntarme cuántos de ellos han cogido alguna vez el coche con unas copas de más; cuántos de los que cancelaron su vuelo por miedo deberían haber llevado su vehículo hace meses a pasar la inspección y cuántos pisan a fondo el acelerador sin hacerse tantas pajas mentales.