Tuve una vez un trabajo tediosísimo. La mayor parte del tiempo consistía en ver cómo la máquina imprimía miles y miles de cartas con membrete.
E inevitablemente, llegaba el aburrimiento. Ocupaba el tiempo escribiendo tontás, limpiando, pero aún así, se me iba la cabeza de vez en cuando.
Los niños miran a las nubes y ven caballos, coches, peces, narcos decapitados. Ese fenómeno es conocido como pareidolia.
Yo una vez miré al suelo del taller, y lo vi todo empantanado. El balde que usaba para limpiar las planchas se había rajado, y el resultado era un charco bien grande:
En el otro lado de la balanza, estaría el patrimonio de un solo hombre: Amancio Ortega. 18.300 millones de euros que guarda bajo el colchón; o en billetacos de 500 dentro de la cartera; o en varias sociedades SICAV, de esas que tributan a un anecdótico 1%. Cojámosle los 15.000 millones y dejémosle los otros 3.300 para que pueda seguir pagando la ronda cuando le toque.
Y la otra parte que da título al juego tiene forma de pregunta, muy obvia, por otra parte: ¿Sería ético despojar a un hombre de casi todo su patrimonio -suponemos que ganado honradamente- si esos 15.000 millones parecen ser conditio sine qua non para salvar a todo un país?
Según la Wikipedia, El esquema Ponzi es una operación fraudulenta de inversión, que implica el pago de prometedores o exagerados rendimientos (o utilidades). Esta estafa consiste en un proceso en el que las ganancias que obtienen los primeros inversionistas son generadas gracias al dinero aportado por los nuevos inversores que caen engañados por las promesas de obtener grandes beneficios. El sistema sólo funciona si crece la cantidad de nuevas víctimas. Es una forma sofisticada de pirámide económica.
Muchos han sido los exponentes de esta técnica, que por otra parte está terminantemente prohibida en muchos países. Ahora me vienen a la cabeza Gescartera, Fórum Filatélico, o el más reciente escándalo Madoff. Pero hay un caso, que aunque no se le pueda llamar estrictamente esquema Ponzi, tiene un curioso parecido con éstos: el modelo productivo español.
Construir viviendas a cascoporro, muchas más de las realmente necesarias, porque total, los compradores te las quitan de las manos.
Compradores que se hacen con un piso, dos, cien, o todos los que el banco les permita. Les da igual el precio que tengan, porque su finalidad es venderlos a un precio superior. Obteniendo unas ganancias escandalosas, sobre todo si se tiene en cuenta que no han añadido ningún valor al inmueble, que por otra parte, por pura lógica de mercado, es un producto que debería sufrir una depreciación con el paso del tiempo.
Y así, la pirámide crece, y las viviendas pasan de mano en mano, muchas de ellas sin ser moradas un solo día. Y el sistema funciona, y lo hace siempre y cuando las casas encuentren nuevos compradores en la base de la pirámide.
La economía española de los últimos años ha estado basada en un modelo de timo piramidal. No me extraña que ahora que ésta se ha derrumbado, no sepamos ni cómo salir de la ciénaga infecta en la que nos hemos sumergido.
Viajes, motor, moda y tendencias, economía, pasatiempos varios.
Ah, el periódico del domingo y los suplementos, un binomio inseparable. Capaces de satisfacer todos los gustos, de ahí que vengan insertados como revistas independientes e individuales.
Porque en mi familia, como supongo que en muchas, nos abalanzamos todos a la vez sobre el diario como una jauría de buitres hambrientos. Y con los benditos suplementos, se minimizan los parricidios, crímenes pasionales, discusiones blandiendo una navaja y demás incidentes. Y es que una casa llena de gente que se levanta de mal humor es un polvorín a punto de estallar.
Así, mientras alguien se atrinchera en el baño para cagar, se puede leer la crónica de sociedad, al mismo tiempo que otro, desayunando, envidia malsanamente los viajes que se pega el corresponsal de turno .
La única pega que tienen los suplementos es que van insertados en el centro del periódico, y rompen la numeración de éste. Normalmente no ocurre nada por eso, pero cuando viene una entrevista a Sarkozy en las dos páginas centrales, y la casualidad conspira con un texto y una foto de lo más apropiados, pasa que abres el periódico, y te encuentras con ésto:
Cuando en realidad el pobre maquetador quería decir ésto:
Me descojono de ellos. De los que son oficialmente conocidos por su camaleosidad, claro. O camaleosicionamiento. O como se diga.
Ya se ha convertido en una frase tan manida como la de que el Rey es campechano. Y Bardem es camaleónico. Sí, ya lo sé. Y John Malkovich también, qué novedad.
Pero es que el oficio de intérprete consiste en ser camaleónico. Si un actor no tuviera la habilidad de despojarse de su personalidad para usurpar otra, no sería capaz de interpretar más que su propio biopic. Salvo raras excepciones como Hugh Grant, que siempre hace la misma película, y Richard Gere, que ya sea interpretando a un oficial del ejército rojo o a un alfarero del medievo, siempre lo hace de la misma manera.
Pero como en todo, el camalecionismo tiene sus grados. Y muchas veces la palma de la camaleoticidad no se la llevan los actores conocidos, sino los que no lo son tanto. ¿Quieren saber quién es el rey de la disciplina en mi opinión? Apunten este nombre: Ted Levine. Si no les suena de nada, tal vez se acuerden de uno de sus últimos personajes, el capitán Leland Stottlemeyer, el bigotudo grandote de la serie Monk.
¿Qué? ¿No les suena de nada más que de la serie? ¿Seguro? Pues hizo otros personajes, como éste:
Preparar un golpe de estado no es una cosa que haya que tomarse a la ligera. Uno se juega literalmente la cabeza, y para que éste tenga éxito, tiene que compensar su aparentemente inferioridad de condiciones con astucia.
Debe asegurarse primero de contar con los apoyos necesarios entre la población, ya que los ejércitos de un solo hombre raras veces tiene éxito; y el alistamiento -primero voluntario y si es necesario, por la fuerza- de la población civil, se hace indispensable para la victoria.
En el caso de una sublevación militar, necesita asegurarse el apoyo de cuantas unidades militares diseminadas por el país le sea posible, con el fin de abrir varios frentes de lucha. Muchas veces una desventaja inicial debida a la inferioridad numérica sólo puede compensarse desmembrando las defensas del enemigo a batir.
Pero cuando uno planea derrocar a un gobierno debe cuanto menos ser capaz de preveer que no será una empresa fácil. Se dispone a atacar a un gobierno legítimo arropado por la mayoría de la población, que controla la mayor parte de las reservas de dinero, las fábricas, y además protegido por una parte del ejército que aún mantiene su juramento de lealtad.
Y una de las claves para poder sublevarse con un mínimo de garantías de éxito es asegurarse los suministros hasta ser capaz de producirlos autónomamente. Necesita aviones de combate, tanques, munición, uniformes, víveres; hasta picos y palas para enterrar a los muertos se antojan indispensables.
En este tipo de situaciones, para procurarse tales suministros, lo más recurrente suele ser pedir ayuda externa: a países que supone aliados con la causa, o que al menos estarían interesados en que ésta prosperase.
Franco pidiendo ayuda a un hombre que meses después pondría en jaque al mundo occidental. Solicitando apoyo al mismísimo Hitler -cuyo partido inventó la propaganda bélica moderna– con este mensaje pasivo-agresivo, cutre y casposo. Que el lenguaje audiovisual aún estuviera en pañales no es una excusa para esta muestra de analfabetismo en formato treintaicinco milímetros.
Y ganó la guerra. Este chapucero, este gañán que no sabía leer sin mover los labios tuvo de rodillas a un país durante cuarenta años.
Detalles como éste dicen mucho más acerca de lo que somos, que los mil tópicos que usamos para definirnos.
Todos los que de niños fuimos a un colegio religioso –en mi caso fueron tres, de tres congregaciones distintas– tenemos el recuerdo de los vídeos que nos proyectaban en las clases de religión. A todos mis compañeros se les arruinaba la mañana cuando tocaba visionar uno de esas cintas, y aprovechaban para dormir o dar por culo. Yo los miraba extasiado, embadurnándome del surrealismo que contenían. Me preguntaba quiénes serían sus guionistas y directores y qué les pasaba por la cabeza mientras realizaban el proyecto. ¿Eran auténticos fieles convencidos del poder adoctrinador de los medios, o en cambio sólo pasaban por ahí y para ellos no era más que otro encargo alimenticio más?
Todo ésto viene porque de casualidad he encontrado uno de estos vídeos, y me ha maravillado. De una facturación exquisita, no puedo dejar de destacar una genuína fotografía amarillo vhs, unos flashbacks desgarradores, y un doblaje al español latino digno de cualquier clásico de Disney.
Para los que nunca hayan visto un vídeo de éstos, les parecerá una versión aburrida de los documentales presentados por Troy McClure en los episodios de los Simpsons. Para los que se hayan tragado cientos, como yo, les devolverá a una época de sus vidas en las que fueron inmensamente felices, o por el contrario, no sabían ni de dónde les caían las hostias.
Veo un avión estrellado, unos pilotos cuyos cadáveres quizá aún no hayan sido identificados, y gente clamando, exigiendo, atemorizada, aterrada ante algo que quizá, era sólo una mala jugada del destino; algo que tenía que pasar porque de lo contrario la estadística sería tán útil y fiable como el horóscopo del periódico.
Gente indignada porque un avión que sufrió una avería ya reparada no debía haber intentado despegar. En un avión revisado infinitas veces por personal altamente cualificado, supervisado por unos pilotos experimentados y a los que no les apetecía morir ese día, ni el siguiente, ni ninguno dentro de un avión.
Personas que cancelan sus inminentes vuelos al conocer la desgracia. Conversaciones de peluquería donde se despotrica contra todo y todos. «Menuda vergüenza de protocolos de seguridad». «Es que esto se veía venir y les da igual que haya muerto tanta gente».
Y no puedo evitar preguntarme cuántos de ellos han cogido alguna vez el coche con unas copas de más; cuántos de los que cancelaron su vuelo por miedo deberían haber llevado su vehículo hace meses a pasar la inspección y cuántos pisan a fondo el acelerador sin hacerse tantas pajas mentales.
Reportero de Televisión – Hola, ¿cómo está? ¿Me permite hacerle unas preguntas?
Ciudadano – No, lo siento, éste es un momento privado.
RT – ¿Puede decirme cómo está?
C – ¿Nos deja tranquilos, por favor?
RT – Entiendo su situación, sólo nos gustaría saber…
C – Que no quiero salir por la tele, ¿no lo entiendes?
Y la verdad es que no lo entienden. Dan tan por sentado que todo el mundo quiere salir por televisión, que día a día se suceden intentos de entrevista como éste.
¿Cómo va uno a negarse a salir en la tele? ¿Cómo se atreve? ¿Quién se habrá creído? Si además es un don nadie que no sería noticia si no fuera porque su hija yace calcinada entre los restos del fuselaje de un avión recién estrellado.
Ayer fui a verla al cine lleno de ilusión y con la mente abierta.
Vergonzosa. Indignante. Y no me refiero a que Indy esté ya viejete, eso es lo de menos. Es que un chimpancé tuerto y atiborrado de morfina habría sabido crear una trama más digna.
Estoy pensando seriamente en denunciar a Spielberg y Lucas por destrozar un mito de una manera tan sangrante. Les llevaré a los tribunales para que les obliguen a catalogarla como película apócrifa. Y que cambien el título por «Alabama Jones», por ejemplo.
Y si no lo consigo, intentaré borrarla de mis recuerdos. Haré un ejercicio de memoria selectiva, y cuando piense en la saga, sólo recordaré tres películas.
actualización (16 de octubre de 2008)
Parece que no soy el único que lo piensa, los creadores de South Park también dieron su educada opinión: